





Creo que nunca había probado la fula de altura. Tuve que pedirle varias veces a la camarera que me recordara el nombre y, aun así, ahora he debido googlearlo para contarlo correctamente aquí: casi escribo «lufa» de altura. Con los nombres de los pescados ya se sabe: pocas cosas hay más variables en un mismo idioma, según la costa que toque.
Comer fula recién pescada, que no lufa, es lo menos parecido que debe de existir en este mundo a tragar esponja. El pez luce un color rosa, casi coral, muy bonito. La carne es blanca y sabrosa. En la casa «La Rubia», frente a la playa de Melenara (Telde, Gran Canaria), la sirven frita con su guarnición de papas y verduras al vapor. A dos pasos, un corro de hombres en bragas náuticas se pasa el día jugando, creo que al dominó y a las cartas. Por otro lado, también en corro, las mujeres, parapetadas con sombrillas y sábanas a modo de toldos, se dedican a una suerte de bingo playero que implica, entre otras maravillas, una calabaza seca que suena como las maracas de Machín y hace las veces de bombo con los números.
Si el pescado deja algo de sitio (si no, pues también, que la vida es corta, Air Europa cara y hay que llevarse puesta media isla), es posible rematar con un «matahambre» comprado no demasiado lejos, en el café «El amasijo» (tanto en el de la playa de Melenara como en el de Salinetas).
Al parecer, este dulce contiene la infancia y la adolescencia de varias generaciones de canarios de finales del pasado siglo: era la merienda estrella en los recreos ochenteros y noventeros, antes de que se inventaran la real food, los endocrinos infantiles y las madres- influencers-gurús-de-lo-healthy que sirven a sus retoños veganos fotos de #humusdegarbanzos para que las chupeteen, con hashtag y todo, a modo de snack saludable.
La masa interior es, valga la rebuznancia, un amasijo de restos varios de dulces secos. Porque la energía no se destruye, oigan: acá la transforman hasta en su última miguita.
Al parecer, en Cuba gastan otro dulce también llamado «matahambre» o «masareal», que se elabora según el mismo principio de aprovechamiento y suele presentar rellenos de guayaba u otras frutas.
En Canarias, hay además quien lo llama «caja de muertos». Me pregunto si será por la apariencia del postre (la masa negra entre dos tapas), por el hecho de que se reutilicen «cadáveres», como quien dice, en su elaboración; o porque quien logra terminarse una de estas bombas atómicas sin ayuda y a palo seco la espicha ipso facto.
Por si acaso, servidora se deja en el plato el último bocaíto.