Estos días abundan por las redes sociales publicaciones con la etiqueta «#haceunaño».
Y es que justo hoy se cumplen 365 días, con sus respectivas noches y con sus respectivos desayunoscomidasmeriendascenasyatracones (no me alcanza el cerebelo humanista para hacer esta cuenta de la vieja: désolée) desde la declaración institucional del estado de alarma que confirmó la gravedad de la pandemia y paralizó nuestras vidas.
Aquel 14 de marzo de 2020 sentimos miedo, como toda hija de vecina, pero también fuimos de esas que pensaron ingenuamente que en quince días chuculutus: todo volvería a la normalidad.
Personalmente, yo me imaginé yendo a «Manolito Bakes», en la calle Libreros de Alcalá de Henares; y comprando un par de docenas de sus deliciosos cruasanes como miniaturas de Lladró. Fantaseé con llevarlos a clase y compartirlos con mis estudiantes de francés el día del reencuentro, para así celebrar que todo había pasado y volvíamos a vernos los jetos sin píxeles.
Nada de eso ocurrió. En estos doce meses (doce meses… Esta semana he llorado a menudo repitiendo este número) han pasado, sin embargo, muchas otras cosas.
En estos fogones nos sabemos afortunadas, pues el virus, aunque sí ha dejado cerca secuelas que no le perdonamos, a día de hoy no nos ha arrebatado a nadie que comiera pastel con nosotras en los álbumes de fotos; ni ha obligado a ningún ser querido a alimentarse por una sonda o a base de basura como la que sirve Isabel Díaz Ayuso en su hospital indecente.
No obstante, ya son demasiadas las veces que, como todo el mundo, nos hemos sentado a la mesa sintiendo la losa de la ausencia. Demasiadas las velas de cumpleaños aplazadas. Demasiados los brindis sin chinchín. Demasiadas las veces que hemos entrado a la cocina y nos hemos enfundado el mandil para preparar, a solas, los platos favoritos de quienes están lejos o en otro planeta estando a la vuelta de la esquina.
Demasiados los amores que están lejos.
Demasiados los amores que están en otro planeta estando a la vuelta de la esquina.
Un poquito por todo ello, un poquito por todos ellos y también por nosotras, hoy, un año después, nos proponemos regresar al hábito de este diario de mordiscos con toda la alegría y las ganas posibles.
Ha pasado un año.
Ha pasado nada menos que un año entero y, parafraseando al poeta José Hierro, aquí estamos. Aún vivas. Y lo sabemos.
Aún estamos vivas y aún tenemos hambre y lo sabemos.
En consecuencia, ayer mismo dejamos oficialmente inaugurada la temporada de picnis perimetrados por La Mancha vaciada. Hubo ensaladilla rusa y empanada de tofu (ambas caseras), yemas de Sigüenza, rosquillas de San Vicente (empapadas en almíbar: confieso que sigo prefiriendo las secas de anís) y hasta trufas de las monjas clarisas del convento seguntino de Nuestra Señora de las Huertas, que son lo más cerca que servidora ha estado nunca de escuchar la llamada de Dios. Amén.