No he logrado enterarme bien de la etimología del nombre de este plato increíble típico del sur de Estados Unidos, sobre todo, la Louisina: el jambalaya.
Leo que el término podría tener un origen provenzal y significar «mezcla». Una mezcla, desde luego, es. Una exitosa mezcla, a menudo apodada «la paella del Nuevo Mundo». Cabe presuponerle, así, un marcado carácter criollo.
Sobre la semejanza con la paella, en efecto, poco hay que objetar: ambos son guisos de arroz azafranado y sacramentos, caldillos consistentes, de extracción humilde y familiar que levantan pasiones.
¿En qué difieren, pues, estos dos platos? A mí me parece que el jambalaya es algo así como un paella indisciplinada, rebelde, hippie.
En Francia y en el extranjero, en general, hasta el español menos cocinillas se rasga el mandil ante la inefable variedad de apropiaciones de la paella, que parece representarnos mucho más que cualquier himno (la bandera de los españoles exiliados, de hecho, debiera ser una paellera: y todos contentos).
Les damos lecciones a los guiris, olvidando por un domingo que en París o Londres o Berlín los guiris somos nosotros: «¡La paella de verdad no lleva chorizo!», «¡La paella de verdad no lleva albahaca!», «¡La paella de verdad no lleva calamares rebozados, ni un huevo frito encima, ni mantequilla, ni…!».
El jambalaya, parafraseando a mi difunta ídola Chus Lampreave, «pasa total» de la «paella de verdad».
Por eso es tan de verdad, tan auténtico que no hay quien se resista.
Lleva salchichas y bacon y chorizo, o las carnes que una quiera; gambas o cangrejo, tabasco, lima, cilantro, las especias que el aire pida…
A lo mejor «jambalaya» significa, sin más, «libertad».