Restaurante «Las Piscinas» de Villacarriedo (Valles Pasiegos, Cantabria)

 

 

 

En Villacarriedo, localidad de la comarca cántabra del Pas-Miera, sin duda hay que admirarse ante muchas cosas. Pero si, por los motivos que fueran, sólo se tuviera tiempo para dos de ellas, yo lo tendría claro: el indiano Palacio de Soñanes o de Díaz de Arce, maravilloso ejemplo de barroco cántabro (siglo XVII); y el restaurante Las Piscinas, con Fonso y Chus a la cabeza.

El lugar se levanta, claro, junto a la piscina del pueblo: cualquiera podrá indicarnos cómo llegar. En el exterior, dos barriles y un par de mesas permiten tomar el aperitivo entre los árboles del Parque de La Pesquera en los días amables del verano. En el interior, tres salones y una primera estancia-bar, con decoración cálida de reminiscencias rústicas bien combinadas con las musicales.

En nuestra última cena donde Fonso, como muchos lugareños se refieren al local, Eme y yo cenamos en el saloncito más pequeño y tranquilo. Forrado en madera clara, cuenta con dos mesas para parejas y una para cuatro personas, una chimenea en un rincón y una cornisa repleta de botellas de vino de exposición que recorre las cuatro paredes. Resulta muy acogedor e íntimo. Tanto, que es imposible no participar, así sea mentalmente, de las conversaciones de los vecinos. Los nuestros no contaron nada especialmente jugoso. Cachis.

Para abrir boca, nos sirvieron un estupendo bocadito de foie con AOVE y escamas de sal. Entre los clásicos más aplaudidos de Fonso’s, por cierto, se cuentan los huevos fritos con foie (increíbles), pero en esta ocasión, en vista de las olas de calor y los excesos que ya acarreaban nuestros hígados respectivos, los dejamos pasar con todo el dolor de nuestros cuores.

Buscamos algo más ligero para el centro. Y descubrimos la ensalada de melón a la plancha con jamón frito y salmón: una inteligente vuelta de tuerca al típico melón con jamón de toooooodos los menús de verano del país. El punto marino del salmón le añade guasa y fresquete a un entrante un pelín rancio, que pide a gritos reinventarse. ¡Bien!

El vino fue un ribera propuesto por la casa, de las bodegas Raíz de Guzmán. Eme lo bebió con un solomillaco retinto con salsa de queso picón, pimiento morrón al horno y papas fritas a milenios luz de las congeladas. Mi mismidad, con una ligerísima tempura de merluza tan fresca que sólo le faltaba desearme las buenas noches.

De postre, cuchareamos al alimón unas natillas de orujo (no es un decir: dos cucharadas más y, hasta sin vino mediante, daríamos positivo en un hipotético control etílico de la Guardia Civil a peatones) y una tarta de galleta casera (cuatro capas de natillas y chocolate en generosa alternancia). A estas alturas del festín, ni me acordé de tomar cutrefotos con el móvil viejo, que en paz descanse.

La cuenta rondó los 75 lereles. Puede parecer algo caro, en comparación con los precios generalizados en los Valles Pasiegos. Téngase en cuenta que zampamos de carta. Y el vinacho. Y que la atención personalizada, así como la calidad extraordinaria, bien lo valen. Por añadidura, al cambio francés, hubiéramos pagado seguramente más de cien.

Salimos Eme y yo tan rodantes como contentos.

El resto de noches de la semana nos dio de cenar mi suegra.

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