Mermelada de ciruelas claudias

Sin Título.jpgUn verano sin tormentas de verano no es verano. Y no hay nada mejor que hacer en esas tardes estivales pasadas por agua que preparar una buena mermelada casera. Porque vendrá el invierno. Pero no nos pillará sin reservas de dulzura.

En agosto de 2017, la hice de moras silvestres, recogidas con estas manitas (hubieran agradecido un par de guantes jardineros) en el Plan d’eau du Canada de Beauvais.

Este, para las fiestas en Selaya de Nuestra Señora de Valvanuz, patrona de los pasiegos, tocó de ciruelas claudias. Urgía dar salida al excedente de fruta que me traje de El Bierzo, donde mi abuela paterna continúa, a sus muchos años, cultivando la huerta y los frutales. Ya no trepa al ciruelo a recolectar la cosecha: porque no la dejamos, no porque no pueda.

En el pueblo berciano de mi padre, que yo recuerde, siempre han abundado las ciruelas verdes de la variedad Reina Claudia. No sé si por eso serán mis favoritas, pero lo son. Tienen color de joya, abundante carne y un aroma muy intenso. El nombre les viene de Claude de Valois (1499-1524), duquesa de Bretaña. Al casarse con el Rey François I (1494-1524), se convirtió en Reina de Francia. Destacó por su alma caritativa. De ahí que sus súbditos le otorgaran el apodo de «la bonne reine». Se murió con 24 añitos, tras parir nada menos que siete criaturas. El parto de su séptimo hijo resultó mortal. Su madre, por cierto, fue la famosa Anne de Bretagne (1477-1514), la única mujer de la historia de Francia coronada dos veces su reina.

Durante bastante tiempo se pensó que este hermoso lienzo pintado por Corneille de Lyon era un retrato de la la Reina Claudia. Hoy son más las dudas que las certezas y se exhibe en el Museo Pushkin de Moscú bajo el misterioso título Retrato de una mujer:

Portrait_of_unknown,_formerly_known_as_Claude_de_France_(Corneille_de_Lyon,_1535-1540,_Pushkin_museum)

El árbol del ciruelo se propagó por Europa tras desembarcar a orillas del Loira desde Turquía. Fue un regalo para los Reyes de Francia, de parte del Emperador otomano Solimán el Magnífico (1494-1566).

Por cierto, que este verano he visitado en dos ocasiones el palacio de Blois, donde vivieron Claude y François. La primera, en un viaje escolar, tratando de contener los correteos nocturnos por el hotel de un centenar de adolescentes; la segunda, en el regreso a Beauvais desde España, con Eme. Aprovechamos la necesidad de una parada técnica para visitar el interior con calma y disfrutar de un espectáculo de esgrima antigua en el patio renacentista:

IMG_20180822_164157_004_2.jpg

¿Se haría mermelada en este château, hace seis siglos, para la niña Reina Claudia?

***

Ingredientes para cuatro tarros medianos:

-Ciruelas, of course (usé una bolsa del súper bien llena, es decir, ¿tres, cuatro kilos? Yo, de exactitudes, lo justo).

-Azúcar (siete cucharadas generosas. O no: al gusto. A mí me gusta conservar algo de la acidez original de la fruta y prefiero racanear con los edulcorantes).

-El jugo de un limón.

-Tarros de vidrios (hay que esterilizarlos previamente, cociéndolos junto a sus tapas en una olla profunda, bien cubiertos de agua, durante un mínimo de 20 minutos).

Modus cocinandi: 

Tras lavar las ciruelas, se deshuesan y parten en pedacitos. Si no se piensa triturar la mermelada al final y se prefiere, como es mi caso, encontrar las trazas de fruta en cada cucharada, aconsejo cortarlas en trozos cuanto más pequeños, mejor.

Se ponen los cachitos en la cazuela, se añade el jugo de limón, el azúcar y se remueve bien. A continuación, se deja reposar durante una hora aproximadamente, dándole un par de vueltas de vez en cuando, para que la fruta vaya sudando, esto es, soltando sus jugos secretos.

Una vez conseguida una cantidad considerable de líquido verde, se pasa la olla al fuego. Fuerte, hasta que rompa a hervir; bajo a continuación, sin dejar de remover con cucharón de madera para que el azúcar no se pegue.

Aquí es cuando entra en juego el factor tal vez más importante en esta elaboración: la paciencia, madre de toda ciencia. No se ha inventado aún la mermelada que espese por arte de birlibirloque. Los únicos secretos son darle a la manopla y las horas de reloj.

En muchas recetas, se indica que una hora o dos de cocción son suficientes. A fuego rápido, con thermomix u otros robots quizás. Pero a mí, que siempre cocino en cacharros viejunos, a velocidad caracol y con técnicas analógicas (por necesidad, conste: no me importaría nada gastar gadgets de la NASA), nunca me ha ocurrido que una mermelada esté lista tras una o dos horas de cocción. Para alcanzar la textura deseada, siempre he necesitado unas tres horas de chup-chup y codo de tenista.

Pasado ese tiempo, es hora de untarse Reflex en el brazo dolorido de tanto remover. Luego se deja enfriar la mermelada y se embota, con ayuda de un embudo si es preciso. Los tarros cerrados se hierven nuevamente, bocabajo, para sellarlos al vacío. Se etiquetan. Se regalan. Y ñam.

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