Ahora que el verano da los últimos coletazos y toca regresar al relativo orden del norte, quiero estrenar esta suerte de diario compartido de rutas y mesas recordando los sabores, los aromas y los caminos de estas vacaciones.
Han sido días de sur, pan, familia, amigos, luz, helados, mar, copas, valles, más luz; y, sobre todo, días, también largas noches, de mucha hambre y miles de kilómetros.
En apenas cuatro semanas, Eme y yo hemos viajado con nuestra furgoneta desde la región francesa Hauts-de-France hasta Cádiz, pasando por Aquitania, Cantabria, Asturias, ambos Países Vascos, El Bierzo, Madriz, Segovia, Cuenca, Málaga y hasta un par de castillos del Loira. Amén del diabólico anillo de París, que absolutamente ningún automovilista, por inapetente que sea, debería tomar sin llevar el maletero repleto de conservas por si las moscas. Porque al periférico de París se sabe cuando entras, jamás cuando sales (se han dado casos de conductores que, atrapados sin alimento durante días en la A86, terminaron zampándose a bocados el volante).
Podría calcular en peajes, al estilo gabacho, la distancia conquistada y la mucha que, espero, aún nos queda por andar. O bien podría medirla en millas, como los ingleses. Sin embargo, prefiero hacerlo en platos. Deliciosos platillos, decía Frida Kahlo. Y que así la expresión «comer carretera» deje de ser estrictamente metafórica. Pues me doy cuenta de que mis dos grandes pasiones (aparte de la literatura) se resumen, en efecto, en esa consigna.
Comer.
Y carretera.
Siempre en buena compañía, por supuesto.
¿Me acompañas?
El mejor banquete del mundo no merece ser degustado a menos que se tenga alguien con quien compartirlo – Groucho Marx.
Picnic, Fernando Botero (1989).